El caso es que Emeterio y Celedonio -hermanos de sangre según algunos relatores- que fueron honrados con la condecoración romana de origen galo llamada torques por los
méritos al valor, al arrojo guerrero y disciplina marcial, ahora se ven en la disyuntiva de elegir entre la apostasía de la fe o el abandono de la profesión militar. Así son de
cambiantes los galardones de los hombres. Por su disposición sincera a dar la vida por Jesucristo, primero sufren prisión larga hasta el punto de crecerles el cabello. En la
soledad y retiro obligados bien pudieron ayudarse entre ellos, glosando la frase del Evangelio, que era el momento de «dar a Dios lo que es de Dios» después de haberle ya
dado al César lo que le pertenecía. Su reciedumbre castrense les ha preparado para resistir los razonamientos, promesas fáciles, amenazas y tormentos. En el arenal del río
Cidacos se fija el lugar y momento del ajusticiamiento. Cuenta el relato que los que presencian el martirio ven, asombrados, cómo suben al cielo el anillo de Emeterio y el
pañuelo de Celedonio como señal de su triunfo señero.
Muy pronto el pueblo calagurritano comenzó a dar culto a los mártires. Sus restos se llevaron a la catedral del Salvador; con el tiempo, las iglesias de Vizcaya y Guipúzcoa
con otras hispanas y medio día de Francia dispusieron de preciosas reliquias. Junto al arenal que recogió la sangre vertida se levanta la catedral que guarda sus cuerpos. Hoy
Emeterio y Celedonio, los santos cantados por su paisano Prudencio, y recordados por sus compatriotas Isidoro y Eulogio son los patronos de Calahorra que los tiene por
hermanos o de sangre o -lo que es mayor vínculo- de patria, de ideal, de profesión, de fe, de martirio y de gloria.
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