Aunque la devoción a la Virgen Santísima en Montserrat sea, con toda verosimilitud, bastante más antigua, consta, por lo menos, históricamente que en el siglo IX existía en la
montaña una ermita dedicada a Santa María. El padre de la patria Wifredo el Velloso la cede, junto con otras tres ermitas de Montserrat, al monasterio de Santa María de Ripoll.
Será un gran prelado de este monasterio, figura señera de la Iglesia de su tiempo, el abad Oliva, quien siglo y medio después, estableciendo una pequeña comunidad monástica
junto a la ermita de Santa María, dará a la devoción el impulso que la habrá de llevar a la gran expansión futura.
El culto a Santa María en Montserrat queda concretado bien pronto en una imagen. La misma que veneramos hoy. La leyenda dice que San Lucas la labró con los instrumentos
del taller de San José, teniendo como modelo a la misma Madre de Jesús, y que San Pedro la trasladó a Barcelona. Escondida por los cristianos, ante la invasión de los moros,
en una cueva de la montaña de Montserrat, fue milagrosamente hallada en los primeros tiempos de la Reconquista y también maravillosamente dio origen a la iglesia y monasterio
que se erigieron para cobijarla. En realidad, Santa María de Montserrat es una hermosa talla románica del siglo XII. Dorada y policromada, se presenta sentada sobre un
pequeño trono en actitud hierática de realeza, teniendo al Niño sobre sus rodillas, protegido por su mano izquierda, mientras en la derecha sostiene una esfera. El Niño levanta
la diestra en acto de bendecir y en su izquierda sostiene una piña. Rostro y manos de las dos figuras ofrecen la particularidad de su color negro, debido en buena parte, según opinión
de los historiadores, al humo de las velas y lámparas ofrecidas por los devotos en el transcurso de varios siglos. Así es como la Virgen de Montserrat se cuenta entre las
más señaladas Vírgenes negras y recibe de los devotos el apelativo cariñoso de Moreneta.
Presidida por esta imagen, la devoción a Santa María de Montserrat se extendió rápidamente por las tierras de Cataluña y, llevada por la fama de los milagros que se obraban en
la montaña, alcanzó bien pronto a otros puntos de la Península y se divulgó por el centro de Europa. Las conquistas de la corona catalano-aragonesa la difunden hacia Oriente,
estableciéndola sobre todo firmemente en Italia, en donde pasan de ciento cincuenta las iglesias y capillas que se dedicaron a la Virgen negra. Más tarde el descubrimiento de
América y el apogeo del imperio hispánico la extienden y consolidan en el mundo entonces conocido. No sólo se dedican a Nuestra Señora de Montserrat las primeras iglesias
del Nuevo Mundo, no sólo se multiplican allí los templos, altares, monasterios e incluso poblaciones a Ella dedicados, sino que la advocación mariana de la montaña sigue también
los grandes caminos de Europa y llega, por ejemplo, hasta presidir la capilla palatina de la corte vienesa del emperador. Si para España, en los momentos de su plenitud histórica,
la Virgen morena de Montserrat es la Virgen imperial que preside sus empresas y centra sus fervores marianos, la misma advocación de Santa María de Montserrat. se presenta
en la historia de la piedad mariana como la primera advocación de origen geográfico que alcanza, con las proporciones de la época, un renombre universal.
Es interminable la sucesión de personalidades señaladas por la devoción a Santa María de Montserrat. Los santos la visitan en su santuario: San Juan de Mata, San Pedro Nolasco,
San Raimundo de Peñafort, San Vicente Ferrer, San Luis Gonzaga, San Francisco de Borja, San José de Calasanz, San Benito Labre, el Beato Diego de Cádiz, San Antonio
María Claret, y sobre todo San Ignacio de Loyola, convertido en capitán del espíritu a los pies de la Virgen negra. Los monarcas y los poderosos suben también a honrarla en su
montaña: después del paso de todos los reyes de la corona catalano-aragonesa, con sus dignatarios y con sus casas nobles, el emperador Carlos V visita Montserrat no menos de
nueve veces y Felipe II, igualmente devoto de Santa María, se complace en la conversación con sus monjes y sus ermitaños. Es conocida la muerte de ambos monarcas sosteniendo
en su mano vacilante la vela bendecida de Nuestra Señora de Montserrat. Los papas se sienten atraídos por la fama de los milagros y el fervor de las multitudes y colman de
privilegios al santuario y a su Cofradía. Esa agrupación devota, instituida ya en el siglo XIII para prolongar con sus vínculos espirituales la permanencia de los fieles en Montserrat,
constituye uno de los principales medios para la difusión del culto a la Virgen negra de la montaña, hasta llegar a la recobrada pujanza de nuestros días. Las más diversas
poblaciones tienen actualmente sus iglesias, capillas o altares dedicados a Nuestra Señora de Montserrat, desde Roma a Manila o Tokio, por ejemplo, pasando al azar por París,
Lourdes, Buenos Aires, Jerusalén, Bombay, Nueva York, Florencia, Tánger, Praga, Montevideo o Viena. Los poetas y literatos de todos los tiempos forman también en la sucesión
de devotos de Santa María de Montserrat: Alfonso el Sabio la dedica varias cantigas, el canciller de Ayala, Cervantes, Lope de Vega, Goethe, Schiller, Mistral, con los escritores
catalanes en su totalidad, cantan las glorias de la Moreneta, de su santuario, de su montaña. Familias distinguidas y humildes devotos se honran en ofrecer sus donativos a
la Virgen, para sostener la tradicional magnificencia de su culto, atendido desde los orígenes por los monjes benedictinos, y para cooperar al crecimiento y esplendor de la devoción.
Es ésta una bella constante de la historia de Montserrat, desde las antiguas donaciones consignadas en los documentos más primitivos, pasando por el trono de catorce arrobas
de plata ofrendado por la familia de los Cardona y el retablo policromado del altar mayor que costeó la munificencia de Felipe II, hasta el trono y la campana mayor de nuestros
días, sufragados por fervorosa suscripción popular. También las familias devotas de todas las épocas han tenido un verdadero honor en que sus hijos consagraran los años
de la niñez al servicio de Santa María, encuadrados en la famosa Escolanía o agrupación de niños cantores consagrados al culto, importante asimismo por la escuela tradicional
de canto y composición que forman sus maestros, existente ya con seguridad en el siglo XIII y probablemente tan antigua como el santuario. Con sus actuaciones musicales,
siempre tan admiradas, en la liturgia de Montserrat esos niños constituyen una de las notas más típicas e inseparables de la devoción a la Virgen negra, a cuya imagen aparecen
íntimamente unidos en la realidad de su propia vida como en el sencillo simbolismo de las antiguas estampas y las modernas pinturas de Nuestra Señora de Montserrat.
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