En Cartago, de la África romana, pasión de san Cipriano, obispo muy esclarecido en santidad
y doctrina, que gobernó sabiamente la Iglesia en tiempos difíciles, consolidando la fe de los
cristianos en medio de tribulaciones, e imperando Galieno, después de sufrir un penoso exilio,
consumó su fe en el martirio, decapitado por orden del procónsul, ante gran concurrencia de
pueblo.
A San Cipriano yo no llegué a conocerle y estimarle profundamente hasta que fui a Roma. En mi
primera visita a
la basílica de San Pedro, después de orar ante la tumba del Príncipe de los Apóstoles, levanté
mis ojos hacia la
cúpula majestuosa de Miguel Angel Buonarroti y mi mirada se cruzó en seguida con un slogan que
me conmovió
profundamente. Hinc una fides mundo refulget, hinc sacerdotii unitas exhoritur. Estas palabras
están incrustadas
con caracteres inmensos y con mosaicos de oro en la banda circular interior de la cúpula de San
Pedro: "Desde aquí
se esparce por el mundo la única y verdadera fe, aquí nace la unidad del sacerdocio". El texto
es de San Cipriano y
me parece lo suficientemente indicativo para que a este Padre de la Iglesia podamos apellidarle
"Santo de la Romanidad".
Mi segundo gran encuentro con San Cipriano lo tuve luego, al comienzo de mis estudios
teológicos, profundizando
en el tratado De Ecclesia Christi, que me explicó el famoso teólogo padre Zapelena en la
universidad Gregoriana.
Fue entonces cuando mejor comprendí la magnitud de esta figura egregia, que aparece con tanto
relieve en
el horizonte de la cristiandad hacia la mitad del siglo III. San Cipriano me enseñó a amar más a
la Iglesia y al
Romano Pontífice y a mejor comprender la grandeza del Papado. Esta misma lección quiero yo que
aprenda el
lector de estas líneas dedicadas al santo de hoy.
"Cipriano, nacido en Africa, primero enseñó la retórica con grande gloria; luego se hizo
cristiano por consejo del presbítero Cecilio, de quien tomó el nombre, y empleó todos
sus bienes en socorrer a los pobres. Poco tiempo después recibió la ordenación de presbítero y
luego fue constituido obispo de Cartago. Sería por demás superfluo ponerme a
dar una muestra de su ingenio, siendo así que sus escritos resplandecen más que el sol. Padeció
martirio bajo los emperadores Valeriano y Galieno, en la octava persecución, el
mismo día, bien que no el mismo año, que Cornelio en Roma."
Nombre:
Cipriano (Masculino)
Celebran:
Cipriano
Falleció:
En Roma, en el actual Italia
Celebración:
16 de septiembre
Esta es la estupenda fotografía que nos ha dejado de Cipriano el maestro Jerónimo en su catálogo
de varones ilustres. La he copiado íntegra del breviario romano porque su sencillez
y su enjundia son más expresivas que todas las páginas que yo pueda escribir. Para erudición y
explicación no haré ahora más que apilar sobre las palabras de San Jerónimo
algunos otros datos históricos.
Cipriano, además de Cecilio, se llamaba Tascio. Su lugar de nacimiento hay que colocarlo en el
norte de Africa, quizá en la misma Cartago, y su fecha en los primeros años del
siglo III. Eran sus padres paganos adinerados y le procuraron una buena formación literaria. En
su juventud y mientras enseñaba retórica, los vicios del paganismo ensuciaron
su vida. Pero un día la luz de la fe y de la gracia que Cecilio le llevó transformó totalmente
el rumbo de su existencia, Convertido al cristianismo, empezó una nueva vida, siendo
ya de catecúmeno ejemplarísimo en la práctica de la austeridad, la continencia y la caridad.
Poco después del bautismo entró en las filas del clero, entregando a la Iglesia el
propio patrimonio. Su elección episcopal a la distinguida sede cartaginense hay que ponerla en
el año 248 ó 249. Para tan alto cargo jerárquico fue designado (no constituido)
por aclamación popular, o sea "democráticamente", según la costumbre de entonces. Y como en todo
buen acto democrático, también en éste hubo su oposición organizada. A
la elección episcopal de Cipriano se oponía el partido "lapsista" del clero, encabezado por el
sacerdote Novato y por un seglar rico cuyo nombre era Felicísimo. Después, durante
su gobierno episcopal, el pastor cartaginés tuvo que enfrentarse fuertemente contra este partido
en la cuestión de los "lapsi" y "libeláticos".
Se llamaban libeláticos a los cristianos que para librarse de la persecución se procuraban un
libellus de apostasía, es decir, un certificado de haber sacrificado a los dioses, sin
haberlo hecho en realidad. Pasada la persecución, éstos, lo mismo que los apóstatas, pedían de nuevo
ser admitidos en la comunidad cristiana, Para ello se procuraban también
de los confesores que habían padecido cárceles y sufrimientos por la fe billetes de paz (libelli
pacis), con los cuales debían ser dispensados de la penitencia pública. Esto representaba
un verdadero abuso, fomentado por Novato y Felicísimo. Cipriano mantuvo firme su autoridad episcopal
frente a los confesores e hizo prevalecer su opinión. Para ello
reunió en el año 252 un sínodo en Cartago y tomó medidas rigurosas, que consistían en distinguir
entre los que habían sacrificado a los ídolos —a los que se impuso penitencia
perpetua, admitiéndoles a la reconciliación sólo a la hora de la muerte— y los libeláticos, a los
cuales podía admitirse a la comunión después de un período de prueba. Novato
y Felicísimo se declararon en rebeldía frente a estas decisiones e iniciaron un cisma local. Luego,
los cismáticos o laxistas de Cartago encontraron apoyo precisamente en la fracción
contraria, es decir, en los extremadamente rigoristas del clero romano, partido encabezado por
Novaciano, el cual defendía que en ningún caso había que perdonar a los
lapsos. Novaciano logró en Roma hacerse elegir antipapa contra Cornelio, produciendo un cisma que
tuvo cierta difusión y duración. En Africa, el obispo cartaginés combatió
enérgicamente este movimiento, sosteniendo la elección de Cornelio.
Cipriano rigió la iglesia de Cartago hasta el año 257. Su período pastoral se vio agitado por las
persecuciones contra los cristianos, que tuvieron lugar en aquella mitad del siglo.
Así, desde el año 250 hasta la primavera del 51, con motivo de la persecución de Decio, el intrépido
obispo cartaginés tuvo que estar escondido para no privar a su grey de un
guía entonces necesario más que nunca. De esa manera, desde su oculto retiro, no lejano de la sede,
gobernó a sus fieles por medio de una intensa actividad epistolar. Pasado el
huracán, pudo regresar a su ciudad y allí derrochó su vitalidad y sus energías apostólicas hasta que
vino la famosa persecución de Valeriano.
El 30 de agosto de 257 el obispo es llevado al pretorio de Cartago ante el procónsul Aspasio
Paterno. Este le hizo la pregunta de ritual: "Los sacratísimos emperadores se han servido
escribirme con orden de que a quienes no profesan la religión de los romanos se les obligue a
guardar sus ceremonias. Quiero saber si eres de ese número. ¿Qué me respondes?"
Cipriano confiesa entonces abiertamente su fe: "Soy cristiano y obispo; no conozco más dioses que
uno solo, el verdadero Dios, que crió los cielos, la tierra, el mar y cuanto
en ellos hay. A este Dios adoramos los cristianos y noche y día rogamos por nosotros mismos, por
todos los hombres y también por la "salud" de los emperadores". A este valiente
testimonio responde el procónsul con la orden de destierro. Cipriano se ve obligado a salir para
Curubi. Allí permanece una temporada hasta que un nuevo procónsul sucede a
Paterno. Es Galerio Máximo. Este ordena a Cipriano que se presente en Utica, residencia del
magistrado romano; pero el obispo se niega a esto porque quiere morir en medio
de su pueblo. Regresa a Cartago y el procónsul, después de oír nuevamente la solemne confesión de fe
hecha por el imperturbable obispo el 13 de septiembre, le condena a
muerte. A la sentencia proconsular el futuro mártir da por toda respuesta un cordialísimo Deo
gratias. Luego, antes de su ejecución, dando muestras de la generosidad en la que
tanto se había distinguido toda su vida, ordenó que se diesen 25 monedas de oro a su verdugo. El día
14 Cipriano fue decapitado delante de una inmensa multitud de fieles, que
pudieron admirar el ejemplo del santo mártir y que luego lloraron su muerte y esclarecieron su
memoria. Fue Cipriano, según afirma Poncio, el primer obispo que, después de
los apóstoles, tiñó el Africa con su sangre. Buen patrón podría encontrar en este insigne santo
africano ese continente que ahora se abre cada vez más a la luz del Evangelio.
Bonitamente anota San Jerónimo que Cipriano fue martirizado el mismo día, aunque no el mismo año,
que el papa Cornelio. Este murió en el 252, después de haber sido desterrado
a Centocelle, donde precisamente recibió de Cipriano cartas de consolación. Ahora la Iglesia nos
presenta a los dos santos mártires unidos por la misma fiesta en la liturgia
del día 16 de septiembre. Buena compañía para el obispo Cipriano la de este Papa, a quien él
conoció. Otro detalle que me gusta, cuando considero a San Cipriano entre los
santos que se han distinguido por su romanidad.
Quizá alguien proteste porque insisto en poner a Cipriano la etiqueta de "Santo de la romanidad". Es
cierto que son muchos los santos a quienes se les puede catalogar dentro de
esta línea, pero quizá —dirá el arguyente— a Cipriano no, porque en realidad la historia duda de si
fue o no algún tiempo cismático o poco menos. No podemos soslayar este
aspecto o este punto obscuro de la vida de Cipriano. Es una cuestión controvertida por historiadores
y teólogos y no voy a resolverla aquí, ni siquiera a tratarla con una amplitud
que no es propia de este lugar.
El llamado "problema cipriánico", que aparece en el tratado de teología fundamental, se puede
resumir en estos términos: Después de la persecución de Decio, en los años que
siguieron al 251, la iglesia de Cartago llegó a adquirir un extraordinario esplendor. Cada año
Cipriano convocaba un sínodo en su sede residencial y su influencia sobre otros
obispos se notaba cada vez más, hasta el punto de que, como dice el padre Hertling, Cipriano no
siempre se daba cuenta de que Dios le había consagrado obispo de Cartago y
no obispo de toda la Iglesia.
Esta preponderancia manifiesta llevó al fogoso y ardiente obispo de Cartago a tener algunos
conflictos con el Papa. Cipriano tuvo ya algún roce con el pontífice Cornelio en ocasión
de la elección de éste a la Sede de Roma.
Sin embargo, el problema está en las relaciones del obispo cartaginés con el papa Esteban —año
254-257—. Ya estas relaciones aparecen enturbiadas en el episodio de los obispos
españoles Basílides de Astorga y Marcial de Mérida. Estos dos obispos, depuestos como libeláticos,
apelaron a Roma y el papa Esteban, creyendo en su inocencia, ordenó
que fueran restablecidos en sus diócesis, cuando ya éstas habían sido ocupadas por los nuevos
obispos Félix y Sabino. Entonces las comunidades españolas, no satisfechas de la
solución de Esteban, recurrieron a San Cipriano, que gozaba de grandísima autoridad. Este reunió un
sínodo en Cartago, que confirmó la deposición de Basílides y Marcial,
poniéndose así en abierta contradicción con el Papa.
No sabemos hasta qué punto tuvo relación este hecho con la gran controversia que desunió a Cipriano
del papa Esteban. La controversia versaba sobre si había que rebautizar o
no a los herejes que se convertían. El obispo cartaginés defendía que era inválido el bautismo
conferido fuera de la Iglesia católica y que, por lo tanto, los conversos debían ser
rebautizados. Para estudiar este asunto Cipriano celebró en Cartago diversos sínodos, al último de
los cuales asistieron 87 obispos. Los Padres conciliares proclamaron repetidas
veces el principio defendido por Cipriano, aprobando la práctica que se seguía en Africa sobre el
particular y enviando emisarios a Roma para dar cuenta a Esteban de las decisiones
sinodales. Pero el Papa estaba por la sentencia contraria, que es la que hoy se defiende en la
Iglesia, dado que la gracia del sacramento viene directamente de Cristo, no del
ministro, y por lo tanto el bautismo, como todo sacramento, produce su efecto por sí mismo,
independientemente del estado del que lo confiere.
Esteban acogió mal a los emisarios de Cipriano y mandó decir a éste que siguiese la tradición
romana, prohibiendo la repetición del bautismo administrado por los herejes y amenazando
con romper la comunión eclesiástica con Cartago. Cipriano, en contra de la decisión del Papa, siguió
defendiendo y practicando su doctrina y el resultado fue que de
hecho quedó interrumpida la comunicación entre Roma y Cartago. Parece bastante claro que Cipriano
quedó objetivamente en situación de cismático. ¿Lo fue subjetivamente?
Tal vez —anota el padre Hertling, mi profesor de historia eclesiástica en la universidad
Gregoriana—, Cipriano no consideraba como definitiva la difícil situación que se había
creado con la decisión de Esteban. Con todo, dado el fogoso e irreductible carácter del obispo
cartaginés, no sabemos qué sesgo hubiesen tomado las cosas si la Providencia no
hubiera intervenido zanjando de hecho la cuestión. Por fortuna para Cipriano —dice el padre
Hertling—, el papa Esteban murió —año 257— y el sucesor de éste, Sixto II, de
carácter conciliador, entabló de nuevo la comunión con el obispo Cipriano y la iglesia cartaginense.
Poco después el intrépido obispo se encontró con la palma del martirio.
Como se ve por esta semblanza, Cipriano era una "figura potente" y de una personalidad arrolladora.
Resultó un gran pastor de almas, generoso en extremo y lleno de incontenible
celo, hasta el punto de que su ansia más ardiente era mostrar a todos los hombres el camino de la
salud eterna. Sus afanes apostólicos eran tan grandes que no podían contenerse
en los límites de su cristiandad cartaginense, ni siquiera en las fronteras africanas. Manejó la
pluma con la destreza periodística de un San Pablo, y con su palabra escrita predicó
en todas las iglesias de su tiempo y ha seguido predicando a través de la historia hasta nuestros
días. Por sus ideas supo luchar intrépidamente, como debe lucharse cuando se
está convencido de la verdad. Fue un gran maestro, un intelectual o, como se dice técnicamente, un
Padre de la Iglesia y su fe fue tan profunda, tan viva y tan sólida, que por
querer ser consecuente con sus ideas lo fue hasta el extremo desdichado —y aquí está el lado
desfavorable de su personalidad episcopal y apostólica— de poner en serio peligro
su comunión con Roma. Sin embargo, no se puede negar que esto fue extremadamente paradójico en su
vida, porque Cipriano, pese a los errores que haya podido tener en la práctica,
ha defendido, como el que más, el amor a la Iglesia Romana y el Primado de Pedro y sus sucesores.
Por eso, los teólogos le consideran como uno de los principales doctores
antiguos que hay que citar en defensa del Primado Romano. Yo considero y llamo a San Cipriano
apóstol y maestro de la romanidad, porque su doctrina contiene un mensaje
nítido y entusiasta en esta línea estupenda de amor a la Iglesia y al Vicario de Cristo.
En las magníficas obras de este insigne doctor africano —cartas y tratados—, que son espejo purísimo
de su pensamiento, de sus preocupaciones y de su incansable acción pastoral,
podríamos espigar multitud de frases que nos darían el ideario del Santo. Contentémonos con
reproducir, para terminar, algunas ideas del más hermoso de los opúsculos escritos
por San Cipriano, el De Catholicae Ecclesiae unitate: No puede tener a Dios por Padre quien no tiene
a la Iglesia por Madre. Hemos de temer más las insidias contra la unidad
de la Iglesia que la misma persecución. La Iglesia permaneciendo unida se extiende hasta abrazar la
multitud de los hombres, como una única luz de muchos rayos, un único
árbol de innumerables ramas, una única fuente con multitud de chorros. Atenta contra la unidad quien
no guarda la concordia. La Iglesia está constituida sobre los obispos puestos
por Dios para gobernarla. El episcopado tiene el centro de su unión en la cátedra de Pedro y de sus
sucesores. Roma es la Iglesia príncipe, donde está la fuente de la unidad
sacerdotal.